22/3/19

-Golpes-

Empezó un día cuando me pusiste las manos en el cuello y, aunque te dije que me ahogabas, te reíste.
Me pusiste las manos en el cuello -y tantas veces- que me dejó de parecer que apretabas.

Así pues, cubrí esas manos tejiendo encima todo lo bello que podía ver de ti; y recelosos los ojos que miraban con sospecha y me recriminaban.
Yo creía que no era para tanto, todos nos ahogamos un poco a veces, ¿no?
Todos aguantamos la respiración de vez en cuando, ¿ahora está mal que nos la quiten?

La incertidumbre se extendió a un mar de preocupaciones y angustia y, paradójicamente, no tuve otra que lanzarme dentro para esconderme de ti. 
Pensé “empezaste tu cogiéndome el cuello, esta vez termino yo tirándome al mar. Y tú, conmigo”. 

Y es que, aunque no me gusta romper mi humildad, en mi reconozco un poder que poco orgullo me trae: y es que tanto he nadado otras veces por este mar que ahora en tierra soy el pez fuera del agua. Esta mi ventaja ahora que estamos hundidos.
Tiré del hilo y te destejí las bufandas. Ya hace demasiado frío aquí abajo, me las guardo para mi. 
Me agarré a las aguas y las escalé como si fuese piedra y, tan atada me pensabas, que te quedaste en el fondo esperando. 

Honestamente, espero que no para siempre. Es por esto que te envío esta carta, que sin saber cuando te va a llegar, sé que siempre necesitará respuesta. Y es que me gustaría preguntar, todavía con dificultad, si era necesario que me me agarrases del cuello cuando te pedí que, sólo por un momento, me cogieses la mano. 

Aún las marcas de tus dedos siguen en mi piel, no hay día que no tenga que tejerme encima ni día que no se deshilache todo, el hilo me quedó destrozado pero cambié el sujeto. Ahora tejo las cosas más bellas en mi y, aunque cada vez queda distinto, cada vez me gusta más.
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